9 jun 2011

La solución depilatoria: rápida y de raíz

Hace un par de domingos tardé 15 minutos en deshacerme de un fardo de ropa que había acumulado por más de diez años. Fui más rápido que el polvo (entiéndase literalmente, no sexualmente) y la alergia apenas doblaba la esquina para atacarme cuando yo ya estaba quitándome las chanclas para ir a dormir. Fue una operación tipo comando, de entrada por salida. Dormí como un bebé.
La mercancía quedó encerrada en una bolsa blanca de basura lista para ser regalada. Casi la entrego con una carta de disculpa “a quien corresponda”. Me deshice de una camisa hawaiana que compré en Colombia en un puesto de la calle. Yo me sentía muy cool cuando me la ponía, aunque las fotos de las vacaciones de los últimos cinco años me dicen que el verde fosforescente no es mi color. Boté un jeans que, si no me equivoco, debe de recordar mis primeros días en la U. Me sentía como un quinceañero cuando me lo ponía, pero el espejo me devolvía una vista en la que el único quinceañero era el pantalón. Me deshice también de una camisa celeste con bordados dorados que dibujaban motivos hippies-hispanoamericanos, unos quetzales o algo así. La heredé de un primo que se la ponía a principios de los ochenta. Ya estaba pasada de moda cuando salió de la maquila y, aun así, yo alguna vez me la puse para ir a trabajar. La bolsa blanca guardaba joyas por el estilo.
¿Por qué tardé tanto en decidir que no necesitaba esos trapos? ¿Por qué, terco, preferí cargarlos conmigo en cuatro mudanzas? ¿Por qué prefería mantener un closet esclerótico con ropa que me avergüenza ahora y avergonzó a Andrea antes que a mí? ¿Por qué guardarles espacio a unas prendas que me ponía, si acaso, una vez al año –y no con ocasión del 31 de octubre–? Si tuviera fe en el psicoanálisis estaría dispuesto a pasar otros diez años alérgico, desempolvando la infancia de mis fetiches.
Una cosa similar viví con La Jaula, un Tercel 88 que manejé por diez años y que era un carrazo (curado de sarcasmos lo digo). En eso, La Jaula envejeció más, empezó a toser, a renquear. No le di sus cuidados paliativos y ya rogaba por la eutanasia. Si no aceleraba tanto, yo decía que era lo mejor, que así iba más seguro. Si no le servía el aire acondicionado, pues para eso estaban las ventanas. Cuando lloviznaba se filtraba el agua a la cabina y, misterio de la física, me hubiera mojado menos en un descapotado.
No pasó nada en especial, pero llegó un día en que la realidad se presentó redonda y clara: mi carro se había convertido en un estornaco viejo. Fue el momento de dejarlo ir con la conciencia más o menos tranquila. En menos de una semana conseguí un comprador, un mecánico, que me dijo que lo pondría otra vez a andar con toda la leche. Bye, bye, Jaula.
Ha sido difícil, pero con el tiempo he querido aprender que la mejor solución es la depilatoria: cuando un pelo de la nariz empieza a ser demasiado largo y molesto la solución es arrancarlo de un tirón y de raíz.
Eso quisimos hacer con Ani, nuestro gato malo. Nos colmaba la paciencia cuando exigía que le diéramos atún, se ponía violento (¿síndrome de supresión o simple maldad?). Cuando llegó Julia, nuestra bebé, le restringimos al gato su espacio disponible en la casa. Al final, decidimos que la mejor solución para nosotros y para él era desterrarlo. Lo enviamos con una cuñada que tiene un espacio amplio en su casa en el que viven otras dos gatas y tres perros.
Final feliz...
Mmm..., no no tan rápido.
En casa, la vida se había simplificado: pudimos quitar las barreras, los sillones quedaron libres de pelo, ya no había que limpiar la caja de arena. Ani era un estorbo y le habíamos aplicado la solución depilatoria. Yo procuraba no mencionárselo a Andrea pero, a pesar de todo, lo echaba de menos. Ella me dijo un día: “Ese gato como que hace un poquitillo de falta..., un poquitillo”. Al menos ahora tiene espacio y compañía, decíamos.
Mientras tanto, Ani era miserable en su casa nueva. Pasaba oscuro y tembloroso en los rincones. Con una gata tuvo un romance digno de Atracción fatal, y con los perros mostró siempre un valor tipo Scooby Doo. Nosotros monitoreábamos la situación y, después de casi un mes y medio sin mejorías, decidimos volver a soportar los sillones peludos.
A veces, la solución depilatoria no es la óptima. El gato no era un fardo de ropa ni un perol viejo. Tampoco voy a decir que Ani es parte de la familia. Es solo una mascota, un gato, pero sí es el gato de la familia. Él regresó y por ahora no es tan malo. Tal vez su destierro no fue pérdida de tiempo. A veces hasta parece que nos quiere.
Ayer volví de viaje, por la mañana, y la casa estaba sola, o mejor dicho, solo estaba él. El maje me fue a topar y, como siempre, se tiró frente a mí para que le tocara la panza. Yo pensé: “Llegué a casa”.


Whoopies de calabaza de Baked.

2 comentarios:

  1. Me gustan los gatos :) ... al menos el mío hace de mi casa solitaria un hogar cada día cuando llego y me ronronea y me saluda.
    Definitivamente hay cosas o personas que no se pueden arrancar asi de raíz. Saludos!

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  2. A veces encontrar qué hacer con lo que nos rodes es difícil. Solemos guardar cosas que solo nosotros creemos que vamos a necesitar.

    Con los animales es difícil,de grande no he tenido mascotas, prefiero no tenerlas, pero en ocasiones creo que hay que tomar caminos duros, pero que son los mejores. Yo no habría permitido el gato de regreso.

    Saludos Darío.

    Hattori Hanzo
    sartencaliente.blogspot.com

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