28 jun 2011

Alter ego 2.0

Un día se volvió y me dijo algo que nadie me había dicho, en el tono que se usa cuando uno por fin ata un cabo: “Ah, pero si vos sos tierna”. Se llamaba Camilo y nos ligamos en el lugar más improbable: en un bar gay. El punto es que Camilo, luego de algunas conversadas y besillos, me dijo que yo era tierna (el subtexto decía: “…aunque no lo parecías”).

Siempre he sido tremendamente pudorosa con mi ternura. Mis sueños angustiantes se tratan de estar desnuda frente a la gente tapándome la ternura (mientras les enseño el dedo a los sátiros de la ternura).

Lo irónico es que de ser más abierta y transparente, creo que hubiera conseguido que más gente con la que quería compartir se acercara.

Ser tosca siempre me ha sido muy fácil porque relaciono la ternura con la cursilería y, ahora, bebé Julia, me ha señalado la enorme brecha entre una cosa y otra (ella es tierna y yo, viéndola, cursi).

Lo de cajón: asumimos roles distintos de acuerdo a si sentimos que estamos en un lugar seguro. Y ese lugar seguro es, muchas veces, la web 2.0.

Precisamente, en el New York Times un artículo detalló cómo las redes sociales pueden funcionar como una herramienta en las aulas para aquellos seres tímidos para quienes levantar la mano en la clase se convierte en su sueño angustiante.

Hace unas semanas, una colega repitió lo que yo había puesto en Facebook mientras comíamos en la oficina. Silencio en la mesa del almuerzo.

Hey, lo que pasa en Facebook se queda en Facebook, todos saben eso, ¿o no?

Eso es como si Clark Kent dejara el calzoncillo rojo tirado en el baño y alguien saliera al comedor del Daily Planet gritando: “Hey, ¿de quién es esto?”.

No es que vaya a negar algo que haya planteado en las redes, es solo que ese es mi alter ego. Si le gustó dele “Like” y si no haga lo que hace casi todo el mundo: elimine el post y siga viviendo en su burbuja (viva la disonancia cognitiva).

Hay que ver los alter egos de algunos de mis amigos. Toma uno: “Qué gran día”. Corte A (llamada telefónica): “Mierda, Andre, mi jefe es un imbécil, no sabes lo que me hizo hoy”. Ojo, no están mintiendo, solo es su alter ego de Facebook.

El alter ego puede estar cumpliendo una misión. Por ejemplo, hacernos parecer interesantes frente a un posible ligue: “Tengo una vida, vea todo lo que hago, digo, sé, quiero. Soy un partidazo”.

Casi todos nuestros alter egos son más activistas de lo que somos en la "vida real". Nada tan cómodo como marchar contra lo que sea desde la incomodidad del escritorio de la oficina.

Algunos “yo” dan rienda suelta al odio reprimido. En Facebook no somos patanes (¡porque somos miles!): yalé, percance, la muchacha que pidió perdón en un periódico y la trataron de puta, la extra, los que odian la extra…, you name it.

De cualquier manera, no podemos negar a ese otro yo. Somos uno y, en ocasiones, revela más ese “yo” que el oficial, no importa si nos escondemos detrás de la multitud, si no salimos del monotema político evitando revelar demasiado, si ponemos nuestra mejor cara en el peor de los escenarios.

Porque en realidad nuestra desnudez no dice nada, sino qué parte de nosotros nos tapamos.


Whoopies de chocolate de Bakerella. Estamos de paradas, tal vez sea el

momento de comenzar a ilustrar de otra manera el blog... Lo pensaremos.

9 jun 2011

La solución depilatoria: rápida y de raíz

Hace un par de domingos tardé 15 minutos en deshacerme de un fardo de ropa que había acumulado por más de diez años. Fui más rápido que el polvo (entiéndase literalmente, no sexualmente) y la alergia apenas doblaba la esquina para atacarme cuando yo ya estaba quitándome las chanclas para ir a dormir. Fue una operación tipo comando, de entrada por salida. Dormí como un bebé.
La mercancía quedó encerrada en una bolsa blanca de basura lista para ser regalada. Casi la entrego con una carta de disculpa “a quien corresponda”. Me deshice de una camisa hawaiana que compré en Colombia en un puesto de la calle. Yo me sentía muy cool cuando me la ponía, aunque las fotos de las vacaciones de los últimos cinco años me dicen que el verde fosforescente no es mi color. Boté un jeans que, si no me equivoco, debe de recordar mis primeros días en la U. Me sentía como un quinceañero cuando me lo ponía, pero el espejo me devolvía una vista en la que el único quinceañero era el pantalón. Me deshice también de una camisa celeste con bordados dorados que dibujaban motivos hippies-hispanoamericanos, unos quetzales o algo así. La heredé de un primo que se la ponía a principios de los ochenta. Ya estaba pasada de moda cuando salió de la maquila y, aun así, yo alguna vez me la puse para ir a trabajar. La bolsa blanca guardaba joyas por el estilo.
¿Por qué tardé tanto en decidir que no necesitaba esos trapos? ¿Por qué, terco, preferí cargarlos conmigo en cuatro mudanzas? ¿Por qué prefería mantener un closet esclerótico con ropa que me avergüenza ahora y avergonzó a Andrea antes que a mí? ¿Por qué guardarles espacio a unas prendas que me ponía, si acaso, una vez al año –y no con ocasión del 31 de octubre–? Si tuviera fe en el psicoanálisis estaría dispuesto a pasar otros diez años alérgico, desempolvando la infancia de mis fetiches.
Una cosa similar viví con La Jaula, un Tercel 88 que manejé por diez años y que era un carrazo (curado de sarcasmos lo digo). En eso, La Jaula envejeció más, empezó a toser, a renquear. No le di sus cuidados paliativos y ya rogaba por la eutanasia. Si no aceleraba tanto, yo decía que era lo mejor, que así iba más seguro. Si no le servía el aire acondicionado, pues para eso estaban las ventanas. Cuando lloviznaba se filtraba el agua a la cabina y, misterio de la física, me hubiera mojado menos en un descapotado.
No pasó nada en especial, pero llegó un día en que la realidad se presentó redonda y clara: mi carro se había convertido en un estornaco viejo. Fue el momento de dejarlo ir con la conciencia más o menos tranquila. En menos de una semana conseguí un comprador, un mecánico, que me dijo que lo pondría otra vez a andar con toda la leche. Bye, bye, Jaula.
Ha sido difícil, pero con el tiempo he querido aprender que la mejor solución es la depilatoria: cuando un pelo de la nariz empieza a ser demasiado largo y molesto la solución es arrancarlo de un tirón y de raíz.
Eso quisimos hacer con Ani, nuestro gato malo. Nos colmaba la paciencia cuando exigía que le diéramos atún, se ponía violento (¿síndrome de supresión o simple maldad?). Cuando llegó Julia, nuestra bebé, le restringimos al gato su espacio disponible en la casa. Al final, decidimos que la mejor solución para nosotros y para él era desterrarlo. Lo enviamos con una cuñada que tiene un espacio amplio en su casa en el que viven otras dos gatas y tres perros.
Final feliz...
Mmm..., no no tan rápido.
En casa, la vida se había simplificado: pudimos quitar las barreras, los sillones quedaron libres de pelo, ya no había que limpiar la caja de arena. Ani era un estorbo y le habíamos aplicado la solución depilatoria. Yo procuraba no mencionárselo a Andrea pero, a pesar de todo, lo echaba de menos. Ella me dijo un día: “Ese gato como que hace un poquitillo de falta..., un poquitillo”. Al menos ahora tiene espacio y compañía, decíamos.
Mientras tanto, Ani era miserable en su casa nueva. Pasaba oscuro y tembloroso en los rincones. Con una gata tuvo un romance digno de Atracción fatal, y con los perros mostró siempre un valor tipo Scooby Doo. Nosotros monitoreábamos la situación y, después de casi un mes y medio sin mejorías, decidimos volver a soportar los sillones peludos.
A veces, la solución depilatoria no es la óptima. El gato no era un fardo de ropa ni un perol viejo. Tampoco voy a decir que Ani es parte de la familia. Es solo una mascota, un gato, pero sí es el gato de la familia. Él regresó y por ahora no es tan malo. Tal vez su destierro no fue pérdida de tiempo. A veces hasta parece que nos quiere.
Ayer volví de viaje, por la mañana, y la casa estaba sola, o mejor dicho, solo estaba él. El maje me fue a topar y, como siempre, se tiró frente a mí para que le tocara la panza. Yo pensé: “Llegué a casa”.


Whoopies de calabaza de Baked.

3 jun 2011

Cuando alguien falta

Cuando alguien falta trato de encontrar algo, una canción, una peli, una foto, que retrate lo que siento. Es algo muy adolescente.
Hoy encontré este cuento. Lo leo y me causa una extrañeza tal, como si hubiera olvidado que yo misma lo hice. Lo que sufre uno las ausencias...

Encima del tele

Desde hace unas semanas, me despierta el gemido de un perro. Frío, en mi cama, me desperezo un poco y cada noche decido cerrar las ventanas para atenuar el ruido. Su sonido no es nada agresivo ni insultante. Son pequeños aullidos, dolorosos y sofocantes que logran traspasar paredes y vencer al viento.

Suenan sus patas, cuando, al parecer, chocan contra una superficie. Tal vez una lata, una jaula o una puerta. Sin duda, lucha por salir de algún lugar. Casi suena como un niño en pleno llanto desesperado.

En la primera hora lo compadezco, pero como si mi tolerancia estuviese programada por exactos 60 minutos, inmediatamente pierdo la cordura y le grito al perro que se calle, al tiempo que golpeo la puerta del armario para asustarlo.

Vuelvo a la cama y presiono mi almohada contra mi oído. Respiro profundo. He hecho siesta en fiestas familiares, cuando estaban redecorando la cocina con batidoras de cemento encendidas y hasta con la ambulancia parqueada cruzando la calle. Pero este aullido es desgarrador, viola cada uno de mis poros, succiona todo el aire que hay en mis pulmones y cuando creo que el pobre can se ha logrado dormir, comienza de nuevo.

En alguno de esos intervalos de silencio me logro dormir y comienzo a soñar. Sueño que me levanto, me pongo algo más de ropa, los zapatos sin medias y salgo de casa en medio de la noche. Me salto la pequeña barandilla que hay en la casa de los vecinos y toco la puerta de madera. Hace un frío aniquilante, el otoño está por terminar. La espera me hace jugar impaciente con mi ombligo, pero nadie abre la puerta.

Es cuando decido acercarme al portón que da al patio y escalarlo. Un alambre suelto me raya la pantorrilla y me quejo apretando la cara. Cuando caigo del otro lado, veo una pequeña caja blanca de plástico, no de cartón. Un recipiente tan raro como atractivo. Estoy seguro que si lo pusiera en una galería, sin duda, muchos lo catalogarían como una obra de arte. Es tan blanca que le duele a la noche.

La caja no mide más de 50 centímetros cúbicos, pero a pesar de su tamaño guarda los aullidos más siniestros que se puedan escuchar.

La tomo entre mis manos y busco con dificultad y temblor alguna abertura. Pero los alaridos y uno que otro ladrido intermitente empiezan a agitarme. Es como tratar de apagar una alarma cuya clave se desconoce, antes de que llegue la policía.

No hay duda: la caja no tiene ninguna hendidura, ni la más mínima grieta. La agito ligeramente, no vaya yo a lastimar al pobre, pero nada se revuelve en su interior. Aprieto mi oído al cajón y escucho claramente donde, del otro lado, el perro olfatea la cara de recipiente donde recuesto mi cabeza. La agito rápidamente con un ritmo constante pero nada suena, tampoco nada pesa. Continúan los aullidos.

Rompo en llanto ¡Cómo ayudo al infeliz que está allí adentro! Mi frustración me hace sembrar las rodillas en el césped con la caja abrazada. Intento arrullar al perro.

-"Shhhh... Amiguito, cálmate, estoy aquí" digo con una voz paternal que nunca he usado. Pero parece que más lo lleno de ansiedad.

Decido llevármelo a mi casa, no tendría corazón si simplemente lo dejara allí, solo. Prefiero matarlo. Prefiero matarme. Lo pongo encima del televisor y me devuelvo a la cama, donde lloro y las sienes se me hinchan de tanto gritar, de tanto esfuerzo que hago en cada sollozo. Tanto lloro, como nunca lo he hecho, ni siquiera cuando ella se fue, que he dejado de escuchar al perro.

Ahí es cuando acaba el sueño y me despierto sentándome automáticamente. Ha sido tan real que necesito asegurarme de que la caja blanca, infranqueable, no sigue allí encima del tele.

Como es natural, no está. Ahí solo queda la nota intacta que ella dejó, en ese sobre cerrado, blanco e impenetrable que se quedará así. No lo tocaré, no lo abriré y no lo leeré. Sé exactamente lo que dice: "Siento mucho despedirme así, pero ya no sabía cómo hacerlo. Me llevo a Paco, después de todo es mi perro".



Cuando alguien falta es imposible hacer o pensar en whoopies.

Solo queda enamorarse de una olla roja y pegarla al final de post.