3 jun 2011

Cuando alguien falta

Cuando alguien falta trato de encontrar algo, una canción, una peli, una foto, que retrate lo que siento. Es algo muy adolescente.
Hoy encontré este cuento. Lo leo y me causa una extrañeza tal, como si hubiera olvidado que yo misma lo hice. Lo que sufre uno las ausencias...

Encima del tele

Desde hace unas semanas, me despierta el gemido de un perro. Frío, en mi cama, me desperezo un poco y cada noche decido cerrar las ventanas para atenuar el ruido. Su sonido no es nada agresivo ni insultante. Son pequeños aullidos, dolorosos y sofocantes que logran traspasar paredes y vencer al viento.

Suenan sus patas, cuando, al parecer, chocan contra una superficie. Tal vez una lata, una jaula o una puerta. Sin duda, lucha por salir de algún lugar. Casi suena como un niño en pleno llanto desesperado.

En la primera hora lo compadezco, pero como si mi tolerancia estuviese programada por exactos 60 minutos, inmediatamente pierdo la cordura y le grito al perro que se calle, al tiempo que golpeo la puerta del armario para asustarlo.

Vuelvo a la cama y presiono mi almohada contra mi oído. Respiro profundo. He hecho siesta en fiestas familiares, cuando estaban redecorando la cocina con batidoras de cemento encendidas y hasta con la ambulancia parqueada cruzando la calle. Pero este aullido es desgarrador, viola cada uno de mis poros, succiona todo el aire que hay en mis pulmones y cuando creo que el pobre can se ha logrado dormir, comienza de nuevo.

En alguno de esos intervalos de silencio me logro dormir y comienzo a soñar. Sueño que me levanto, me pongo algo más de ropa, los zapatos sin medias y salgo de casa en medio de la noche. Me salto la pequeña barandilla que hay en la casa de los vecinos y toco la puerta de madera. Hace un frío aniquilante, el otoño está por terminar. La espera me hace jugar impaciente con mi ombligo, pero nadie abre la puerta.

Es cuando decido acercarme al portón que da al patio y escalarlo. Un alambre suelto me raya la pantorrilla y me quejo apretando la cara. Cuando caigo del otro lado, veo una pequeña caja blanca de plástico, no de cartón. Un recipiente tan raro como atractivo. Estoy seguro que si lo pusiera en una galería, sin duda, muchos lo catalogarían como una obra de arte. Es tan blanca que le duele a la noche.

La caja no mide más de 50 centímetros cúbicos, pero a pesar de su tamaño guarda los aullidos más siniestros que se puedan escuchar.

La tomo entre mis manos y busco con dificultad y temblor alguna abertura. Pero los alaridos y uno que otro ladrido intermitente empiezan a agitarme. Es como tratar de apagar una alarma cuya clave se desconoce, antes de que llegue la policía.

No hay duda: la caja no tiene ninguna hendidura, ni la más mínima grieta. La agito ligeramente, no vaya yo a lastimar al pobre, pero nada se revuelve en su interior. Aprieto mi oído al cajón y escucho claramente donde, del otro lado, el perro olfatea la cara de recipiente donde recuesto mi cabeza. La agito rápidamente con un ritmo constante pero nada suena, tampoco nada pesa. Continúan los aullidos.

Rompo en llanto ¡Cómo ayudo al infeliz que está allí adentro! Mi frustración me hace sembrar las rodillas en el césped con la caja abrazada. Intento arrullar al perro.

-"Shhhh... Amiguito, cálmate, estoy aquí" digo con una voz paternal que nunca he usado. Pero parece que más lo lleno de ansiedad.

Decido llevármelo a mi casa, no tendría corazón si simplemente lo dejara allí, solo. Prefiero matarlo. Prefiero matarme. Lo pongo encima del televisor y me devuelvo a la cama, donde lloro y las sienes se me hinchan de tanto gritar, de tanto esfuerzo que hago en cada sollozo. Tanto lloro, como nunca lo he hecho, ni siquiera cuando ella se fue, que he dejado de escuchar al perro.

Ahí es cuando acaba el sueño y me despierto sentándome automáticamente. Ha sido tan real que necesito asegurarme de que la caja blanca, infranqueable, no sigue allí encima del tele.

Como es natural, no está. Ahí solo queda la nota intacta que ella dejó, en ese sobre cerrado, blanco e impenetrable que se quedará así. No lo tocaré, no lo abriré y no lo leeré. Sé exactamente lo que dice: "Siento mucho despedirme así, pero ya no sabía cómo hacerlo. Me llevo a Paco, después de todo es mi perro".



Cuando alguien falta es imposible hacer o pensar en whoopies.

Solo queda enamorarse de una olla roja y pegarla al final de post.

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