28 abr 2011

Estimada dama del perrito

Esto pasó hace algunas semanas. Nos topamos más bien lejanamente en el parquecito, yo caminando con mi bebé Julia amarrada al pecho –ella entonces tendría unos seis meses– y usted nos llevaba unos treinta pasos de ventaja con sus tres miniperritos. Aquella mañana hubiera pasado con más gloria que pena si no hubiera sido porque hundí el mocasín en la mierda de su perro, no me pregunte de cual porque el único que creo recordar es el que se parece a Benji. No, señora; cuando me vio raspar la suela del zapato contra el zacate no era porque estuviera practicando ninguna coreografía de Michael Jackson ni porque jugara a la patineta imaginaria.

Si este mensaje llega a encontrarla es porque no se hicieron realidad mis deseos de que usted muriera en un accidente irónico, como devorada por su jauría de juguete o –mejor aún– por un resbalón en otra mierda adorable del perro de las pelis. Créame que soy sincero cuando le digo que me alegra que mis maldiciones no surtieran efecto. Mis violencias solo viven en la imaginación; pero tampoco me culpe demasiado por ellas: cuando la vi mirándome de reojo, haciéndose la maje y fingiendo apuro, no me quedó otra salida que la ira de un hombre que de repente se siente dos centímetros más alto del lado izquierdo y que trata de no zangolotear demasiado a la bebita que lleva guindada mientras trata de quitarse el taco hediondo que lleva en el zapato.

Coincidamos en que todo ser humano tiene dignidad, pero convengamos también que uno baja un par de escalones cuando maja una cagada de perro. Si me ha seguido hasta aquí déjeme contarle por qué –además de lo obvio– odié tanto el encuentro con una de las cacas que usted dejó asoleándose aquella mañana. Eso sí, no espere emoción porque la historia viene por el lado de la jardinería.

En la época antes de Julia (a. J.), mi esposa Andrea y yo vivíamos en un apartamento pequeño y alguito ruinoso que, aunque estaba en Rohrmoser, desmerecía la fama que tiene el barrio de ser un residencial de lujo. En la acera frente a la casa crecía un montazal asqueroso que hacía que Andrea se ruborizara cada vez. Cuando la cresta de las malas hierbas nos rozó la cintura por primera vez, Andrea me dijo “ya no soporto más, voy a cortar el zacate”. A mí no me apenaba tanto que a las visitas las recibiera una jungla pequeñita, pero todavía no he podido curarme algunas vergüenzas de macho-varón-masculino. Los vecinos pensarían que “tengo a la doña bretiando mientras yo seguro que estaba ruliando, viendo futbol, tomando birra, jugando Wii o fugado en las Bahamas con mi secretaria”. Ya sé: sería mejor que me pagara a ver y que no le escribiera cartas a desconocidas, pero quédese conmigo un rato más que ya casi llegamos a los perros.

Era domingo y hacía sol. La tarde anterior había llovido y el calor ahora cocinaba al vapor toda mi humanidad sin bañar. Empecé el trabajo de tala con un machete mellado que me había donado hace siglos mi padre (lástima que la donación no venía acompañada por el gusto por el trabajo físico). Bastaron dos minutos para darme cuenta del horror. Los aullidos fantasmales que a veces se dejaban caer en tardes tranquilas nos hacían sospechar que Rohromoser era un barrio sobrepoblado de perros; pero los kilos de mierda mojada y recalentada que saqué de ese zacatal de escasos dos metros cuadrados convirtió a los animales en bichos de verdad, y a nuestra acera en su baño público. El frente de la casa quedó limpio, pero la cosecha me dejó la cabeza hirviendo en putazos alternados con indignaciones pequeñoburguesas del estilo de “qué barbaridad”, y etcétera.

Andrea subió al segundo piso y bajó diez minutos después con un letrero hechizo y tamaño carta que decía con letras anaranjadas fosforescentes: “Recoja las heces de su perro”, no lo tamizamos ni siquiera con un "por favor". A Andrea le daba un poco de vergüenza colgarlo, pero me vio tan puteado que seguro se sintió comprometida a apoyarme de alguna forma. Yo sentí reparada mi dignidad. Pensé que el cartelito sería un hit y que, igual que hace tiempo se popularizaron los rotulitos de “Somos católicos, no insista”, mi mensaje me convertiría en el apóstol de una moda nacional. Como siempre, caí en el delirio de pensar que demasiada gente comparte mis neurosis.

Esa tarde salimos y dejamos el rótulo como una bandera para hacer enemigos, una bomba incendiaria contra las sonrisas hipócritas, una mina de fragmentación colocada frente a la casa contra los paseadores de perros que salen sin su bolsita de Palí –o de Automercado– para recoger el camino de migajas que dejan sus animales.

Regresamos a la noche a una casa con un frente sin maleza. El cartelito brillaba a medias en la oscuridad gracias a las letras fosforescentes. Dejamos el carro en la entrada y Andrea salió a abrir el portón todavía avergonzada pero por otra razón. En la acera se veían sombras de dos personas, sombras de correas y jadeos de guatos. Paseaban. Reían. Pasaban frente a nuestra casa y reían. No lo hacían en nuestras caras, sino que tenían esa actitud de los alumnos que no soportan lo ridículo de su profesor, que no pueden disimular la risa y que revientan un segundo antes de quedar fuera del radar.

Con el cartelito pasó lo peor: no pasó absolutamente nada. El bueno de don Rubén, nuestro casero que vivía a dos casas de distancia, me empezó a hablar con nerviosismo, tal vez con vergüenza ajena, o tal vez como tratando de averiguar si yo era loco peligroso o loco manso. Como-buen-tico, nunca me dijo nada, a pesar de que sus nietas tenían un cocker spaniel y podría sentirse aludido. Con el letrero a mis espaldas tuve que recoger mucha mierda muchas otras veces, la mirada clavada en el suelo y la dignidad en el subsuelo.

Estimada dama del perrito, cuando majé la caca de su mascota empezó a correr de nuevo esta película de bajo presupuesto que le acabo de contar. El sábado pasado volví a pasear con Julia por los campos minados por sus perros y por lo que parecía el rastro de todos los cánidos del universo. Entonces decidí escribirle por fin.

Haga una caridad. Nunca he visto el detalle en nadie y usted podría ser la primera, la apóstol de una moda nacional de gente que lleva una o dos bolsas listas en el bolsillo de atrás mientras pasea a sus canes. Nadie le dará un premio; pero si se encuentra a un tipo con una bebé guindando, tal vez se gane una sonrisa sincera, o tal vez dos (a Julia le encantan los perros).

7 abr 2011

Cuando los "bullies" crecen

De niña tuve a una amiga muy jodida que era mi bully. Ese es el peor escenario porque nadie sospecha que tu mejor amiga te acosa e intimida. Menos si tiene ojos verdes. Yo -con ojos marrones, extrovertida hasta el hartazgo y que, en la clase que nos explicaron los peligros de la electricidad, dibujé a mi mamá gritando "Jueputa" electrocutada- era la única sospechosa de todo lo malo que pasaba.
De cualquier manera, mi amiga verdugo, como pasa tantas veces en la vida, formó mi caracter: me hizo sospechar para siempre de la gente de ojos verdes y de aquellos a quienes les suda el bigote.
Siempre fui una niña miedosa. Nunca me gustaron las alturas (cuando digo altura, digo, unas 3.000 cosas distintas). Cuando Pepita (seudónimo divertido para mi bully) se enteraba de que algo me aterraba, de repente, ese algo se convertía en su actividad favorita para hacer conmigo. Recuerdo una hamaca espantosa, altísima y con solo un tubo para sentarse, en la que me subía luego de hacerme a mí misma todo un lavado de cerebro durante la clase de matemáticas para lograr montarme (consecuencia de esto: tuve que estudiar periodismo). Cuando tocaban el timbre para entrar a clases, Pepita con agilidad de chango se bajaba de la suya, se dirigía a la mía y me mecía con todas sus fuerzas; luego huía a toda prisa. Pepita era el diablo.
Entre chicas el bullying usualmente no es físico, sino es emocional: la ley del hielo, el cuchicheo, la humillación. Cuando pasó lo de la hamaca yo tenía ocho años y me quedarían por delante unos cuatro años más de chilillo al estilo de "friends 4 ever".
Desconozco qué fue de ella pero la recuerdo con regularidad porque tengo una amiga que tenía a una Pepita de jefa, o mejor dicho, a un Pepito. Tenía a un matón de jefe (yo también los he tenido pero este país es muy pequeño como para poder hablar de eso).
- ¡Lola (seudónimo divertido para mi amiga), ¿dónde están mis mentitas del escritorio?!, gritaba a todo galillo.
Lola se aproxima y abre la puerta.
-¿Qué pasó, don Pepo?
- ¡Como que qué pasó! ¡Se dice: "Mande usted"!
Alguna vez leí en un libro de autoayuda o primo de esos, llamado "Todo lo que necesito saber, lo aprendí en el kindergarden", que en una tribu loquísima de esas localizadas donde el viento se devuelve, los nativos se subían a un árbol y le gritaban al árbol de la par, todos los días, por 30 treinta días. El último día, el árbol de la par se caía. Mi amiga Lola estuvo en el día 29.
Muchos no llegan al día 30.
Hay diversas maneras de lidiar con el bully. De niña, mi estrategia era ignorar. Luego de la hamaca convertida en toro mecánico cortesía de mi mejor bully, nos mandábamos papelitos entre risas y luego le dábamos elástico. En el círculo de la violencia se llama "luna de miel".
En el trabajo es una buena estrategia para los imbéciles lamebotas pero no todos tienen vocación para eso.
Están los mártires que pasan justificando al jefe de mil maneras, ya sea diciendo que él es un ser pequeño (que lo es) o un sin fin de basura que no viene al caso: Es que su esposa es una fiera, es que tiene mucho trabajo, es que el café estaba frío, es que está estreñido.
Y están mis favoritos: los iracundos miserables, que sencillamente no pueden conformarse. Porque si bien uno sabe que los bullies son personas terriblemente débiles, inseguras y solas, no hay nada que justifique la agresión. Lola es de las iracundas, pero siempre cuesta, porque cuando te tratan como a una porquería, a veces, uno se termina preguntando si es porque uno lo es.
Un día vi a Pepita a sus ojos verdes y le dije -aduciendo absurdos- que no podría ser más su amiga. Pepita se enojó pero no me quedé para verlo y un matón sin alguien a quién aporrear es un cachorrito desvalido.
A horas de que se cumplieran los 30 días, Lola le dijo a don Pepo que decían que afuera de la oficina salía el sol y que iba ir a ver si era cierto, que ya volvía.

Se quedó bronceándose.



La foto es de Baked. Los whoopies de red velvet siempre la
han tenido contra Darío y contra mí; se nos desmoronan.

2 abr 2011

Informe de viaje

Estoy en un bus y voy de pie en medio de un montón de extraños. Un gringo gordo y buena gente se disculpa cada treinta segundos por majarme. Desde afuera no parecía que pudiera caber tanta gente, y desde dentro sufro la comprobación del cálculo.

Está lloviendo y las ventanas del bus están empapadas de vaho. Me siento perdido en esta ciudad que no conozco, pero además el vaho de los cristales es redundante y no deja ver lo que ya de por sí no se puede ver por lo oscuro de la noche. Estoy en Atlanta, Georgia, por accidente y porque el mal tiempo me hizo perder la conexión a mí y a otro buen poco de gente. Yo iba a trabajar a otra ciudad; ellos, quién sabe, pero una muestra al azar de los viajeros varados estamos embutidos en esta lata hacia un hotel para pasar la noche.

La situación es nueva pero vieja también. La mente está cansada y divaga. En eso, ya no estoy donde estoy y la conductora negra es un chofer neurótico que maneja el bus de Concepción de Alajuelita con los botones abiertos de la camisa. Me lleva a mí -vestido con uniforme de colegio- y al resto de gente que vuelve, en medio de la lluvia, a la ciudad marginal en un bus a reventar, con las ventanas chorreando y con una atmósfera oliendo a perro mojado. “Esto es lo mío”, me envalentono, “ya he estado aquí, y posiblemente estoy mejor preparado para la mala suerte que estos gringos. Vengo del subdesarrollo, maldita sea, alguna ventaja debo de tener”.

En el bus del aeropuerto va una niña rubia de poco más de un año que no para de reírse en inglés. “Al menos alguien está feliz”, se suelta a decir una doña y suelta las sonrisas de todos. Las defensas emocionales se desploman. En eso siento que no estoy más preparado que nadie y estoy más solo que todos. La gringuita no me deja otra opción que recordar a mi beba Julia, que está en la casa echando más dientes.

La habitación del Confort Inn al que me envió la aerolínea tiene una cocina pequeña con un coffee maker enano que hacen juego con la minipasta, el microcepillo de dientes y la maquinilla rasuradora de porquería que nos regaló Delta a los viajeros demorados. La habitación es un triste remedo de casa y yo no tengo ni un cambio de calzoncillo para mañana.

Escribo esto en la habitación del hotel porque la lluvia lo pone a uno cabronamente melancólico. Y sí, los truenos a medianoche son excesivos y le ponen un dramatismo ridículo a la tragedia vulgar de un cualquiera que está lejos de casa.